Vi varias veces en vivo (¡4 “v”!) a Paul McCartney. Mucha gente dice que su beatle preferido es Lennon pero a mí a veces esto me parece un postureo, ya que queda bien tener como favorito al contestatario, al que murió joven, al que no siempre respondía bien… Servido en bandeja está Lennon para los pseudo-rockeros de antaño o para los modernos rebeldes de salón e internet.
Sin embargo, Paul, el que compuso tantas canciones y apostó por que The Beatles continuaran actuando y el que sigue dando conciertos de tres horas a sus 77 años, es tildado de blandengue por los lennonianos.
A mí estas cosas no hacen más que reafirmarme el espíritu mediocre del ser humano, como el hecho de que todavía queden personas que comparen a los Beatles con los Stones o digan convencidos que prefieren a estos últimos que a los de Liverpool, cuando fueron únicamente The Beatles quienes cambiaron a toda una sociedad. Ellos fueron un Sol y los demás, planetas o satélites girando a su alrededor.
Por supuesto que a mí pueden gustarme más otras músicas y Brahms respecto a Beethoven, Bach y Mozart, pero eso no impide que la trilogía de los 3 grandes de la música clásica sea y permanezca incólume.
Y París es una ciudad bella pero seguramente mal emplazada. No tiene salida al mar como Barcelona, el encanto nórdico de Londres o Ámsterdam, el crisol de Berlín, lo diáfano de Madrid, la estructura colosal de Roma, la modernidad y empuje de Nueva York o los barrios y cafés de Buenos Aires, pero, no obstante, sigue siendo París, la ciudad más famosa del planeta. Ciudad en la que insisten mis compatriotas argentinos en hacerse más y más fotos bobas durante cada uno de sus ilustres viajes. Es que ir a París “es bien”, queda bien…
El motivo de mi viaje era una entrevista con el nuevo cónsul argentino allí y después ir al concierto de Paul.
La ciudad, llena de barricadas y de restos de batallas campales entre la policía y los chalecos amarillos, que, como siempre suele suceder en Francia y en otros países, creen que rompiendo cosas se reclama mejor.
En fin…, vayamos al concierto de McCartney, que tiene consigo a su mejor banda de la historia e hizo un repaso magistral por toda su obra solista más las infaltables canciones Beatle que la mayoría conocemos casi hasta el hartazgo cual Himno a la Alegría de Beethoven. Pero el público quiere escuchar una y otra vez Let it Be, Hey Jude y mil etcéteras imposibles de resumir en un concierto de tres horas.
Brillante el concierto.
A mi regreso en el tren de alta velocidad TGV, los chalecos amarillos se sientan en las vías a la salida de cada estación y logran que un trayecto de cuatro horas se transforme en otro de once, así que arribo a Perp, al Centre del Mon, a las 5 de la madrugada. Nadie se hace responsable del caos; así lo indican los pasajes.
El mundo se radicaliza cada vez más. ¡Las situaciones se radicalizan cada vez más! Mientras Paul se pasea por el mundo como en una nube musical similar a un cometa que esparce creación y dicha celestial, la plebe se pasea por los andenes intentando adivinar a qué hora saldrá su tren o cuándo llegará a destino.
C’est la vie…